Continuem amb aquesta
sèrie d’entrevistes a noms propis fonamentals de la poesia en llengua
castellana contemporània. Aquesta entrada està dedicada a Eloy Sánchez Rosillo
(Múrcia, 1948). L’entrevista la va realitzar José Manuel Mora-Fandos per a Nueva Revista el 31 de gener de 2017.
Si recordem el poema d’Amalia Bautista
reproduït a l’entrada anterior («Al cabo») ens trobarem molt prop de la poesia
d’Eloy Sánchez Rosillo, la qual, com el poema esmentat, versa sobre els
aspectes essencials de la vida humana: el pas del temps, la brevetat de l’existència,
la celebració de cada instant.
D’eixa manera, la veu d’aquest poeta és
clara i profunda, com les aigües d’un oceà no contaminat pel tràfec de les
ocupacions humanes. I, com la contemplació serena d’un crepuscle vespertí, els
versos d’aquest escriptor tenen el sabor de la malenconia i de l’elegia, del
cant trist i líric d’aquells que veuen (i pateixen) la rapidesa amb què passa
el temps.
Eloy Sánchez Rosillo també es
traductor; concretament, ha traduït a la llengua castellana una antologia
poètica de Giacomo Leopardi.
¿Cómo
nació su vocación?
El nacimiento de la
vocación es el momento más importante en la vida de un poeta, el más
misterioso. Uno ha estado hasta entonces viviendo su vida de adolescente o
jovenzuelo y yendo sin una dirección determinada de aquí para allá. Y de pronto
oye una voz dentro de sí que le dice: no, no es por allí, ni por el otro lado;
es por aquí y para siempre. Si la llamada no resulta tan imperiosa y definitiva
como digo, es que en el muchacho que la ha escuchado no hay ni habrá nunca un
verdadero poeta, sino sólo un simple aficionado que crecerá y se olvidará de la
poesía. Desde los catorce años yo escribía versos en ocasiones, cuando me
enamoraba o sucedía algún hecho que calara en mí. Y aunque era una ocupación
que me agradaba, nunca pensé en esas tentativas primeras que la poesía iba a
ser mi camino.
Sucedió, sin embargo, que a
los diecisiete años, de súbito, la vocación poética se apoderó de mí como una
fiebre, como un algo maravilloso que yo no podía ni quería quitarme de encima o
de dentro. Todo comenzó a ser secundario menos aquella fascinación. Pasaba los
días y las noches leyendo y escribiendo. Soñaba con hacer cosas tan hermosas
como las que leía, y me desesperaba porque me daba cuenta de que lo que
conseguía no se asemejaba en nada a las altísimas obras que me proponía emular.
No obstante, también tenía de vez en cuando pequeñas satisfacciones que me
hacían continuar en la brecha. Qué momentos tan puros, tan intensos y plenos
los del brotar de la vocación.
Nunca he vivido nada igual,
nada que iluminara mi interior y el mundo entero con tan vivos fulgores. La
vocación ha tirado de mí con idéntica fuerza desde entonces hasta ahora. Jamás
me ha abandonado ni he caído en escepticismos. Y ahí sigo, con la misma ilusión
por escribir poemas hermosos y verdaderos, y sintiendo cada día que la tarea
está aún a medio hacer, que hay que continuar y seguir intentándolo.
¿Cuáles
son sus primeras influencias? Me gustaría que explicara un poco su trayectoria
literaria.
Fui un lector muy precoz y
había leído mucho y muy variado antes del surgimiento de la vocación poética.
Después de que ésta se apoderara de mí, el primer poeta que leí por extenso y
con fervor muy grande fue Juan Ramón Jiménez. Compré a mis diecisiete años los
dos gruesos tomos de la editorial Aguilar (encuadernados en plástico azul) que
recogían todos sus libros de poesía y los leí página a página, emocionadísimo.
Aún conservo esos volúmenes.
De la mano de Juan Ramón
llegué después a la generación del 27; unas lecturas me llevaban a otras con
ansiedad, y así he ido leyendo en mi vida mucho de lo que hay que leer de
dentro y fuera de nuestra lengua. En cuanto a mi trayectoria literaria, ahí
están mis libros. Se hace camino al andar. Fui acatando, sin planificaciones,
lo que la vocación y la intuición me indicaban. Escribía lo que oía dentro de
mí, sin atenerme a tendencias ni a modas.
Lógicamente, mi poesía ha
ido cambiando con el paso de los años (lo que está vivo se mueve). En mi
opinión, ha evolucionado de manera natural, sin quiebras ni saltos o piruetas,
sin cambios violentos de dirección de la noche a la mañana. No soy un
titiritero ni un contorsionista ni un prestidigitador; aspiro a ser un poeta.
Después de un paso, otro, y así hasta hoy.
En
su obra me parece que hay bastantes elementos autobiográficos más o menos
explícitos, ¿podría explicar esto?
Toda poesía verdadera es de
algún modo autobiográfica, porque uno escribe de su experiencia de estar en el
mundo; no podemos escribir desde fuera de nosotros, con la experiencia de
nuestro vecino. Mi poesía es sin duda, y mucho, una autobiografía. Lo que
ocurre es que la poesía no puede quedarse en eso, en lo privado y particular,
pues entonces nadie podría reconocerse en lo que uno escribiera. No invento
nada cuando escribo, desde luego; mis poemas pasan por mí y se tiñen de mí, de
mi acontecer, pero (suponiendo que yo sea poeta) los poemas dicen lo que
quieren decir, no lo que quiero que digan. La voz que se oye en ellos no es mi
voz privada, la que uso a diario cuando no estoy escribiendo.
La poesía habla a través
del poeta y se empapa de las circunstancias de éste, aunque habla por sí misma,
con universalidad válida para cualquiera. El poeta colabora con la poesía
ilusionadamente, oye lo que ésta le dice y la ayuda a ser como ella quiere ser.
La que ha de hablar es ella, sin embargo. Si el poeta habla mucho por su
cuenta, el poema fracasa.
¿Qué
significó para usted obtener el Premio Adonais?
Fue en su momento un
acontecimiento importantísimo para mí. Yo vivía en mi provincia y ni siquiera
en ella mantenía relación con escritores que ya hubieran publicado. Un par de
amigos con mis mismas inquietudes eran mis únicos interlocutores, y pare usted de
contar. Ni en mi casa sabían que escribía poemas, porque yo era muy reservado.
En Murcia, por otra parte, no había ninguna posibilidad de publicar con cierto
alcance.
Llegó un momento en el que
tuve necesidad de contrastar con los demás si lo que estaba escribiendo en
soledad casi absoluta podía tener algún interés. La única posibilidad que se me
ofrecía era la de probar suerte en un concurso nacional que mereciera la pena.
Cuando ultimé Maneras de estar solo lo envié al premio Adonais (el más importante
de entonces) a ver qué pasaba, sin muchas esperanzas de que la iniciativa me
condujera a ningún sitio. Como el envío lo hice unos meses antes de que el
premio se fallara, me olvidé incluso de la fecha en la que debía concederse.
Y un buen día de finales de
1977, al atardecer, comenzó a sonar sin descanso el teléfono de mi casa para
comunicarme una y otra vez que yo era el ganador. A todos los que llamaban les
preguntaba que si estaban seguros de lo que me decían, que si se habían
enterado bien. Por más que me reiteraban que sus informaciones eran ciertas, no
terminaba de creerme que eso fuera posible, que hubiera sonado la flauta. Pasé
unos días malísimos (aunque felices), pues mi temperamento es nervioso en
extremo y me desenvolvía pésimamente en el trajín mediático que el premio
conllevaba.
En diversas ocasiones he
dicho que aquel suceso extraordinario fue fundamental para mí, pues no sólo me
hizo poeta ante los demás; también —hasta cierto punto— me confirmó como tal
ante mí mismo, que estaba lleno de dudas e inseguridades sobre lo que escribía.
A raíz del premio me dije que a lo mejor había en mí algo de poeta. El
obtenerlo me responsabilizó al máximo y a partir de entonces me dediqué todavía
con más ahínco e ilusión a escribir. Sin el premio mi camino en la poesía
habría sido en sus comienzos mucho más difícil. Mi vocación era tal, no
obstante, que de ninguna manera creo que hubiera dejado de hacer lo que tenía
que hacer.
¿Cómo
definiría o explicaría su poesía? ¿Cuáles son sus autores preferidos o que
piensa que han influido más en su obra?
Las dos preguntas enlazadas
que ahora me hace son de imposible respuesta; si uno intenta contestarlas no
hará en el fondo más que hablar por hablar. Nadie puede definir la poesía. Eso
es como si te dicen que definas la vida o que definas el mundo. Y menos aún
puede definir uno la poesía que él hace, aunque parezca una definición más
pequeña, ni puede saber a ciencia cierta qué autores le han influido más. No
obstante, como no quiero dejarlo a usted desairado, le contestaré un poco a
tientas (y ojalá que no al tuntún).
Mi poesía es el modo más
íntimo y hondo que tengo de ser y de estar en el mundo; a través de ella trato
de acercarme a la realidad no para explicármela o desentrañarla (como hacen el
filósofo o el científico), sino para sentir y escuchar su misterioso latir y
para participar a los demás de la manera más hermosa posible lo que he tenido
el privilegio de percibir. No le parecerá muy buena ni muy completa mi
respuesta, ¿verdad? Pues a mí tampoco, pero otra mejor no puedo ofrecerle.
Resultaría asimismo
complicadísimo contestar a la segunda parte de su pregunta. Mis autores
preferidos no son dos ni tres; son todos los que desde que existe la literatura
han logrado milagrosamente en cualquier lugar de este planeta obras hermosas y
emocionantes. Me he acercado con entusiasmo a la mayoría de los que han llegado
a mi conocimiento, y todos ellos deben de haber influido más o menos en mí. Uno
va alcanzando y definiendo su propia voz con la frecuentación de quienes antes
que él han logrado con plenitud lo que él mismo intenta conseguir.
Las obras que a lo largo
del tiempo nos han conmovido han dejado su poso en nosotros, han ido
transformándonos y haciéndonos llegar a ser esto que somos. Sería bonito poder
decir que en uno han influido mucho los mejores y nada los malos. Vaya usted a
saber. Además, en un poeta no sólo influyen los poetas. Marcan en él también su
impronta los demás tipos de artistas (músicos, pintores, etc.) y en general
todo lo auténtico y vivo, aunque no pertenezca a la esfera de las artes.
Miro mi mano: qué cuidado pone
cuando intenta decir en el papel
este rayo de sol que me regala
la mañana de enero.
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